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La locura de hablar

 

DSCN4777 1024x767 - La locura de hablar

Y una mañana más paseaba por los jardines del hotel hablando en voz alta. Se paraba frente a la fuente de las tortugas y parecía que entablaba conversación con ellas.

Se ponía seria en la playa, mirando al mar, y entonces gesticulaba alzando la voz ante los vuelos acrobáticos de las gaviotas. Repetía sus discursos cada día. Yo pensaba e imaginaba el tipo de trauma que habría sufrido aquella joven; un triste suceso que le hacía hablar sin parar.

Por la tarde se sentaba en la terraza y aprovechaba el momento para sacar unas tarjetas furtivamente. Las repasaba de reojo y discutía apasionadamente con la fachada del hotel. Después llegaba el camarero y cambiaba su gesto. Sonreía amablemente y se tomaba una infusión fría.

Una mañana de otoño desapareció con sus monólogos y me temí lo peor. Ansiaba verla otra vez con su parlanchina locura.

No lo pude resistir, bajé a recepción y pregunté por ella. Había dejado la habitación de madrugada.

Pasó el invierno y fue en mis vacaciones de Semana Santa cuando se obró el milagro. Volví a verla desde el balcón de mi suite, pero esta vez no hablaba, permanecía tumbada y relajada junto a la piscina.

Descendí al jardín para tomar algo y en la mesa contigua una anciana llamó a la joven habladora. Esta la saludó con la mano levantando una copa.

Entonces aquella viejecita le dijo a su marido.

– «Desde que Mireia se sacó la plaza de juez está mucho más relajada».

El hombre respondió.

-«Espera a que tome posesión en el juzgado y verás que pronto le pasa».

Entendí en aquel instante que el Hotel Los Ángeles también era un buen sitio para estudiar y repasar de viva voz cientos de leyes, decretos y disposiciones… Y eso, no es ninguna locura.