Y una mañana más paseaba por los jardines del hotel hablando en voz alta. Se paraba frente a la fuente de las tortugas y parecía que entablaba conversación con ellas.
Se ponía seria en la playa, mirando al mar, y entonces gesticulaba alzando la voz ante los vuelos acrobáticos de las gaviotas. Repetía sus discursos cada día. Yo pensaba e imaginaba el tipo de trauma que habría sufrido aquella joven; un triste suceso que le hacía hablar sin parar.
Por la tarde se sentaba en la terraza y aprovechaba el momento para sacar unas tarjetas furtivamente. Las repasaba de reojo y discutía apasionadamente con la fachada del hotel. Después llegaba el camarero y cambiaba su gesto. Sonreía amablemente y se tomaba una infusión fría.
Una mañana de otoño desapareció con sus monólogos y me temí lo peor. Ansiaba verla otra vez con su parlanchina locura.
No lo pude resistir, bajé a recepción y pregunté por ella. Había dejado la habitación de madrugada.
Pasó el invierno y fue en mis vacaciones de Semana Santa cuando se obró el milagro. Volví a verla desde el balcón de mi suite, pero esta vez no hablaba, permanecía tumbada y relajada junto a la piscina.
Descendí al jardín para tomar algo y en la mesa contigua una anciana llamó a la joven habladora. Esta la saludó con la mano levantando una copa.
Entonces aquella viejecita le dijo a su marido.
– «Desde que Mireia se sacó la plaza de juez está mucho más relajada».
El hombre respondió.
-«Espera a que tome posesión en el juzgado y verás que pronto le pasa».
Entendí en aquel instante que el Hotel Los Ángeles también era un buen sitio para estudiar y repasar de viva voz cientos de leyes, decretos y disposiciones… Y eso, no es ninguna locura.