No podía evitar observar su pericia. El agua le llegaba por las rodillas y andaba segura mirando el fondo de arena. Entonces se quedaba quieta, como un perro de caza cuando encuentra la madriguera. Con rapidez introducía su mano en el mar y sacaba un cangrejo. Su padre reía satisfecho en la orilla. En un pozal la niña iba depositando aquellos animales de pinzas puntiagudas que a mi me causaban pánico.
Era imposible concentrarse con los apuntes de historia, esparcidos por la toalla y anclados contra el viento mediante chancletas y piedras. La chica era una artista del marisqueo, y lo practicaba justo delante del Hotel Los Ángeles. Caía la tarde y yo me imaginaba entonces que soltarían los cangrejos y se tomarían un refresco en la terraza. Pero no. Su padre salía con las cañas telescópicas y aprovechaba los pequeños crustáceos como cebo. La joven de pelo largo empezaba a pescar doradas…
Pasó el tiempo y no por ello la pasión por Dénia, la playa y el hotel. Esta misma semana me pareció verla paseando por la orilla. Y me senté en la arena para ver si entraba en el mar para buscar aquellos minúsculos bichos con tenazas.