Domingo de Pascua en Dénia
El día comienza cargando el coche con todo lo necesario, que es mucho, porque un domingo de Pascua condensa sol, fresco y viento. Bañadores y gorras, toallas y filtro solar, sombrilla y chanclas, pero también pantalones largos y sudaderas. Y por supuesto, con sumo cuidado encajamos en el maletero la cometa. Por fin: rumbo a la playa.
Elegimos nuestro sitio en la arena, y apenas descargamos, nos acercamos a la orilla. Como augurábamos, el agua está fría. Pero la experiencia de otros años aconseja caminar por la orilla de corto, porque ensimismarse con los bancos de pececitos es muy fácil, o con las pechinas, o con un diminuto cangrejo que se entrevé bajo la arena. Y cuando esto pasa, ya nos hemos adentrado unos pasos, y una ola que rompe junto a nosotros nos puede salpicar hasta los muslos. Quizás más arriba.
Así que una vez sentimos el cuerpo tibio por los rayos del sol, nos quedamos en bañador, y nos relajamos. Paseamos por la orilla y disfrutamos de los beneficios del agua del mar en la piel, en la circulación, en el ánimo. Nos dejamos seducir por la ternura que inspiran los pequeños vecinos de al lado saltando y correteando.
Un paso en falso en un pequeño desnivel en la arena nos ha desestabilizado y ¡Al agua patos! ¡Qué impresión! Entre la vergüenza torera y que ya hemos superado lo peor, nos zambullimos con un escalofrío. En menos de un minuto, estamos envueltos en la toalla. Nos secamos con rapidez frente a la terraza del Hotel Los Ángeles. Se acerca la hora de comer. Así que recogemos los bártulos y mientras el resto de la familia se sienta en una mesa bajo la pérgola, junto a la playa, nos cambiamos rápidamente y nos aseamos un poco.
Volvemos a mirar el reloj. Han transcurrido dos horas y media dejándonos mimar. Teníamos tantas ganas de probar las novedades de la carta del restaurante del hotel, a cargo del chef Federico Guajardo. Lo comentábamos en casa, planificando este día, y la sucesión de platos nos ha dejado –más que satisfechos- felices. Revivimos las sensaciones de las propuestas que más nos han sorprendido en la sobremesa, mientras los niños corren hacia el beach-bar a por sus helados y se marchan al estanque de las tortugas. Delicioso silencio mientras bebemos a pequeños sorbos el té.
Se nos han avanzado otros fans de las cometas. Pero porque les hemos dejado, por supuesto.
Concienzudos preparativos, y carreras estratégicas: cambios de ritmo y dirección, algunos momentos de frustración y la consiguiente tentación de abandonar, enfurruñados. Tras un paréntesis para calmar el ego, vuelta a empezar. Y llega el premio: la ilusión emocionada de volar la cometa por primera vez, aunque sólo sea por unos segundos. Y vuelven a pasar dos horas largas, incursiones en la orilla incluidas, coleccionando pechinas, escribiendo nuestros nombres en la arena mojada con los dedos de los pies. Y con selfies triunfantes; con la colorida cometa sobre nuestras cabezas en la playa de las Marinas de Dénia.
Como habíamos previsto, nos vienen que ni pintadas las sudaderas. Nos sacudimos la arena e iniciamos el camino al coche. Miradas cómplices: antes de coger la salida de la autopista, los del asiento de atrás habrán sucumbido al cansancio. Nos vamos a pensar si los subiremos al brazo desde el garaje o los despertaremos… que luego protesta nuestra espalda.
Será que aún nos vemos con fuerzas, o que puede más el corazón que la espalda; anochece cuando los dejamos con suavidad en la cama, y se dan media vuelta a medio desvestir. Ahora que no pueden protestar, los besamos y les apartamos el pelo de la frente, los abrazamos con un “Te quiero, vida”.
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